Las reacciones ante la discusión de la autoridad eclesiástica de Guadalajara y DF con los Ministros de la Suprema Corte de Justicia y Marcelo Ebrad han sido diversas, pero en gran medida se mueven en el plano del apasionamiento. Así es la fe y la política, empresas en las que ambos grupos de creyentes -los políticos y los religiosos- ponen en juego su capital en el campo y reaccionan de acuerdo a la posición que les toca jugar. Lo mismo pasa con los seguidores de cada uno de ellos. Esto ha generado que nos perdamos en el bosque mirando las ramas y no llegando al fondo del asunto.
Una mirada menos apasionada del problema, ha de tomar en cuenta que los campos religioso y político no son extraños entre sí, y comparten la suposición de tener primacía uno sobre el otro, por eso los actores apelan a sus fuentes de autoridad: uno a la legitimidad que le da la elección democrática y que los otros no pueden presumir, y los otros actores que reclaman que su autoridad es el seguimiento de la ley natural, que al final de cuentas es la ley de Dios inscrita en el corazón humano. Dado que ambos actores no se reconocen legitimidad, el problema se complica y los seguidores se polarizan.
Ninguno de los actores puede alegar inocencia, las declaraciones, reacciones y posicionamientos, parecen ser parte del juego político que ambos actores sociales están realizando. El estilo podrá ser diferente –el exabrupto alteño y la indignación nacionalista-, pero en ambos casos los jugadores tienen experiencia en terrenos complejos, pues han militado en sus instituciones con éxito y ocupan lugares de honor.
La cuestión es ¿qué hay detrás de este juego político de los actores? La respuesta no es fácil porque los intereses se esconden tras las jugadas que suelen ser escandalosamente celebradas por los seguidores, sin embargo atendiendo a las condiciones del país y a dos años de la renovación de los poderes federales, en un contexto de sucesión en la iglesia tapatía y en medio del cuestionamiento por la pederastia, se pone en juego la legitimidad de los actores y la vigencia de su proyecto.
La posición de las autoridades eclesiásticas tiene que ver con recuperar la legitimidad moral, cuando a nivel internacional ha disminuido su credibilidad y su autoridad ha quedado en entredicho con los escándalos de pederastia. Al mismo tiempo, una de las consecuencias es la formación de un grupo de creyentes que se reunen alrededor de sus pastores para dar la impresión de cuerpo. Este grupo en la zona centro-occidente es fuerte, y por eso la autoridad religiosa puede construir un discurso que deslegitima la misma Constitución en sus pretensiones de igualdad. En el fondo, a muchos creyentes conservadores no les interesa lo que sus pastores digan o el tono en que lo expresen, sino que lo que digan los ministros religiosos representa o expresa sus intereses y creencias, estas declaraciones le dan voz a quienes no se atreven a dar su opinión porque no quieren aparecer políticamente incorrectos. El problema es que el apasionamiento no les permite ver a líderes religiosos y seguidores que lo más sagrado de su oferta religiosa, los bienes de salvación que ofrecen se dejan de lado por la envoltura de desprecio en que se emiten hacia los que representan un proyecto distinto. Pero una ganancia tienen estos grupos en tiempos de sucesión episcopal en Guadalajara, pues el conflicto impide que las piezas se muevan, al menos por el momento.
Por el lado de la autoridad civil, el exabrupto de los eclesiásticos le viene perfecto para posicionar su proyecto, y marcar la diferencia frente a los actuales gobernantes que se han caracterizado por su cercanía e incluso sumisión a los planteamientos eclesiásticos. Se trata de un nuevo capítulo de la discusión entre liberales y conservadores con actores distintos. Después de doscientos años seguimos en las mismas: dos proyectos diferentes con pretensión de verdad absoluta, se enfrentan con la intención de vencerse. La cuestión es que a diferencia del pasado, los actores no han reconocido que las condiciones han cambiado: el catolicismo poco a poco va disminuyendo llegando en ocasiones a representar alrededor del 60% de la población como en los estados del sureste. Los datos del censo daran una imagen más clara. Al mismo tiempo, a los sacerdotes les pasa lo que a otros líderes, su opinión es cada vez menos valorada. Argumentar en torno a la ley natural y al deseo de Dios para la sociedad es cada vez menos escuchado en una sociedad que se va secularizando.
Por otra parte, los actores políticos, no han resuelto que si bien el derecho a la igualdad de todos ante la ley es fundamental para crear condiciones mínimas que permitan construir a cada uno sus proyectos, sus posicionamientos seguirán encontrando resistencia al menos por una parte de la población que sostiene su identidad en la tradición y la fe. No contemplar las reacciones de un sector de la población puede ser leído como una muestra de insensibilidad. El reto que tiene Ebrad no es sólo defender al país de la incursión eclesiástica, sino buscar la igualdad sin generar rupturas. La ganancia de Ebrad, independientemente de que está a punto de vivir la reedición de “peligro para México”, es el halo de nacionalismo y de adalid de la laicidad que se ha ganado, algo que en estas fechas es simbólicamente importante porque lo pone en el estrado al lado de Juarez y los reformistas.
Lo preocupente del asunto es que estamos llegando a un nivel de polarización a partir de la cerrazón. Frases como “lo dicho, dicho está”, “que se disculpe”, “nos persiguen como en la cristiada” pueden quedar en el anecdotario, pero poco parecen aportar a la distensión del problema, pues implican el desconocimiento del otro, algo que leído en clave evangélica y teológica no es deseable ni sostenible a riesgo de ser incoherente con lo que se cree. Esto mismo leído en una sociedad que le apuesta al reconocimiento del pluralismo y a construir espacios en clave democrática no puede ser ignorado, por lo que resulta imprescindible el diálogo con todos.
Los actores –religiosos y políticos- independientemente de si representan a alguien o no, tienen en en sus manos la posibilidad de reconocer que necesitan dialogar, ya sea por motivos cristianos –ir a la casa de publicanos y pecadores- o por razones democráticas –unir voluntades-. Para dialogar requieren no negar sus posiciones, pero sí empezar por reconocer que la diferencia enriquece, de otra manera la divinidad hubiera procedido en serie al crear a los seres humanos. De no reconocer que la diferencia y el pluralismo existen, que es querido por Dios, y que es imposible una sola manera de mirar las cosas, el debate seguirá; los temas serán otros -ya no el aborto, los homosexuales y la adopción-, porque no habrán resuelto lo fundamental.