viernes, 22 de febrero de 2013

Benedicto XVI, un pontificado de transición



Lourdes Celina Vázquez Parada
Académica del Centro de Estudios  de Religión y Sociedad, UdeG
Realiza actualmente un postdoctorado    en Alemania


En política, cuando se habla de transición, se piensa en periodos cortos de gobierno que permitan establecer las nuevas condiciones del arribo de una nueva etapa. El pontificado de Benedicto XVI fue, desde mi punto de vista, un pontificado que desde las más altas esferas se pensó de transición, sin grandes cambios ni trazos de nuevos rumbos, con la finalidad de que las correlaciones internas de fuerzas terminaran de configurarse.

Imagen de Julio Sánchez
Ocho años al frente de la institución más longeva, influyente y numerosa del mundo, parecen un periodo relativamente corto si se le compara con el de su antecesor, Juan Pablo II. Se trata de pontificados muy contrastantes, tanto por la personalidad de sus actores, como por el rumbo que fijaron en el gobierno de la Iglesia. Ocho años que sin embargo no bastaron para que el pueblo católico creyente hiciera a un lado el recuerdo del carismático Juan Pablo II y lograra descubrir las bondades de un pontificado de línea dura fundamentado en una visión teológica firme y formada en la frialdad académica del pensamiento racional, que se opuso de tajo a las grandes reformas que la iglesia pide y necesita para adecuarse a los nuevos tiempos: el celibato sacerdotal, el ministerio sacerdotal a mujeres, la aceptación del matrimonio homosexual, la aceptación de los creyentes casados en segundas nupcias, la participación activa de los laicos en el gobierno de la iglesia, etc.

Benedicto XVI se opuso a todas estas reformas y marcó su rumbo con la declaración en contra del relativismo religioso. Buscó desde el principio revitalizar la liturgia, centrarse en los dogmas y en el derecho canónico para afianzar a la iglesia en la tradición. Fue, aparentemente y como siempre se dijo, un pontífice conservador reacio a los cambios.
Sin embargo, lo que ahora ha hecho al anunciar su renuncia libre, reflexionada y voluntaria, al cargo de pontífice, argumentando que sus fuerzas se han agotado y que su salud está muy deteriorada, es la mayor transformación que uno pudiera esperarse en beneficio de la propia iglesia.

En primer lugar porque implica reconocer que el papa, o Sumo Pontífice, o Santo Padre, como se le llama a partir de su nombramiento, es un ser humano como cualquier otro, y como ser humano tiene también sus limitaciones físicas. En segundo lugar, como han señalado analistas alemanes con respecto a su renuncia, ha querido con este acto ahorrarle a la iglesia una situación vergonzosa al verse dirigida por un papa viejo y demente. Además, a la par de los cambios en el mundo, la iglesia actual parece requerir de un pontífice que se mantenga cercano a sus creyentes y en comunicación permanente, aprovechando todos los adelantos tecnológicos. En sus últimos días se le presentó al mundo haciendo uso de un moderno aparato donde abría su cuenta de twiter. Las imágenes mostraron cómo difícilmente y con temor tocaba la pantalla, y unos segundos después aparecían por todo el mundo los mensajes que de manera muy ágil supuestamente enviaba.

Lo inaudito del caso.

En el muro de facebook de un sacerdote aparece el siguiente comentario: “”Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez, que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero que no sea aceptada por nadie (dado que no tiene superior en la tierra)” Canon 332,2 código del Derecho canónico, único elemento válido para juzgar el tema”. 

Una iglesia que necesita abrirse al mundo
En México se reacciona con temor y angustia: ¿habrá dos papas?, ¿es esto un cisma?, ¿seguirá un papa negro y luego el fin de los tiempos? ¡Jesucristo no renunció!, ¡Juan Pablo II murió en la raya sin renunciar a su mandato! Son las primeras reacciones. En Alemania la situación es diferente: no obstante lo sorpresivo de la renuncia, se habla de su derecho a la libre decisión, y se considera como un acto de valentía el admitir que no se tienen las fuerzas suficientes para continuar con tan difícil cargo. Se piensa ya en la elección del sucesor y se manifiesta la esperanza de que el nuevo papa haga posibles las reformas de la iglesia, y vuelva la mirada a las propuestas del Concilio Vaticano II, a pesar de que los cardenales electores sean en su mayoría conservadores; que su actitud frente a las necesarias reformas de la iglesia fue muy pasiva, por ejemplo en lo referente al diálogo ecuménico; o que se desearía alguien tan abierto como lo fue Juan XXIII, “nosotros los europeos ya estuvimos mucho tiempo montados en el tren, para el desarrollo de la iglesia sería importante ahora un papa de color, porque el futuro de la Iglesia está en Africa, Sudamérica y Asia” (Lindauer Zeitung 12/02/2013).

Al parecer la renuncia del pontífice se ajusta sólo en parte a lo establecido en el derecho canónico, en cuanto al ejercicio de su libre albedrío; en cuanto a la no aceptación, parece obvio que ya la curia lo aceptó desde antes de ser anunciado. En todo caso, si el derecho canónico no se adecúa a las nuevas situaciones, serán sus cánones los que deben ser cambiados, porque la realidad ya es otra. La gran aportación que este papa intelectual y frío, conservador y sin carisma, como se le ha llamado, ha hecho a la iglesia, es tan profunda tal vez como lo fue el Vaticano II. Aparentemente fue un opositor a este concilio, pero a partir de ahora, y gracias a su valiente renuncia, ningún cónclave pensará en adelante en nombrar a un papa que ejerza su cargo hasta el día de su muerte. El pontificado se ajustará en adelante a los requerimientos de la época, pudiendo suceder que haya renuncias al cargo del pontífice en turno. Lo que puede preverse como un pequeño resquicio por donde soplen, quizás, los vientos de la democracia.   

Este hecho conlleva además un cambio profundo en la percepción que se inculca a los católicos con respecto al pontífice: como “Santo Padre” que fue llamado al momento de su elección, Benedicto XVI enseña que para morir en santidad necesita vivir recluido en oración, y no ejerciendo las funciones del ministerio petrino, que además de difíciles, son también muy polìticas. Es decir, que la santidad no es un regalo si más, sino una actitud que se vive en la contemplación y el recogimiento. No en vano el anterior renunciante Celestino V, 719 años antes, fue alguien que buscó vivir en santidad y no pudo conjuntar este deseo con la encomienda papal.

Finalmente, un comentario a un escrito muy elogioso que circula en las redes con respecto a la renuncia: Se inicia hablando del desconcierto y del dolor que deja en los creyentes el hecho sorpresivo de la decisión de Benedicto XVI, y se elogia la “renuncia” equiparándola con todas aquellas que debió haber hecho a lo largo de su vida: a formar una familia, a tener una pareja, etc., para ello el alemán tiene una palabra: “verzichten”. En el caso que nos ocupa se trata de la renuncia como un paso atrás: zurücktreten. Así lo llamó él mismo y así se sigue hablando de ello en los medios: como una renuncia, un paso atrás. Pareciera loable envolver la decisión utilizando otros términos y haciendo referencias a una vida de renuncia como se tratara de un mártir, y en realidad no es así. La iglesia no necesita encauzarse en los modelos de martirio por los que se le ha querido guiar por la cúpula mexicana.    


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