Lourdes Celina
Vázquez Parada
Académica del Centro de Estudios de Religión y Sociedad, UdeG
Realiza actualmente un postdoctorado en Alemania
En política, cuando
se habla de transición, se piensa en periodos cortos de gobierno que permitan establecer
las nuevas condiciones del arribo de una nueva etapa. El pontificado de Benedicto
XVI fue, desde mi punto de vista, un pontificado que desde las más altas
esferas se pensó de transición, sin grandes cambios ni trazos de nuevos rumbos,
con la finalidad de que las correlaciones internas de fuerzas terminaran de
configurarse.
Ocho años al frente
de la institución más longeva, influyente y numerosa del mundo, parecen un
periodo relativamente corto si se le compara con el de su antecesor, Juan Pablo
II. Se trata de pontificados muy contrastantes, tanto por la personalidad de
sus actores, como por el rumbo que fijaron en el gobierno de la Iglesia. Ocho años
que sin embargo no bastaron para que el pueblo católico creyente hiciera a un
lado el recuerdo del carismático Juan Pablo II y lograra descubrir las bondades
de un pontificado de línea dura fundamentado en una visión teológica firme y
formada en la frialdad académica del pensamiento racional, que se opuso de tajo
a las grandes reformas que la iglesia pide y necesita para adecuarse a los
nuevos tiempos: el celibato sacerdotal, el ministerio sacerdotal a mujeres, la
aceptación del matrimonio homosexual, la aceptación de los creyentes casados en
segundas nupcias, la participación activa de los laicos en el gobierno de la
iglesia, etc.
Benedicto XVI se
opuso a todas estas reformas y marcó su rumbo con la declaración en contra del
relativismo religioso. Buscó desde el principio revitalizar la liturgia,
centrarse en los dogmas y en el derecho canónico para afianzar a la iglesia en
la tradición. Fue, aparentemente y como siempre se dijo, un pontífice
conservador reacio a los cambios.
Sin embargo, lo que
ahora ha hecho al anunciar su renuncia libre, reflexionada y voluntaria, al cargo
de pontífice, argumentando que sus fuerzas se han agotado y que su salud está
muy deteriorada, es la mayor transformación que uno pudiera esperarse en
beneficio de la propia iglesia.
En primer lugar
porque implica reconocer que el papa, o Sumo Pontífice, o Santo Padre, como se
le llama a partir de su nombramiento, es un ser humano como cualquier otro, y
como ser humano tiene también sus limitaciones físicas. En segundo lugar, como
han señalado analistas alemanes con respecto a su renuncia, ha querido con este
acto ahorrarle a la iglesia una situación vergonzosa al verse dirigida por un
papa viejo y demente. Además, a la par de los cambios en el mundo, la iglesia
actual parece requerir de un pontífice que se mantenga cercano a sus creyentes
y en comunicación permanente, aprovechando todos los adelantos tecnológicos. En
sus últimos días se le presentó al mundo haciendo uso de un moderno aparato
donde abría su cuenta de twiter. Las imágenes mostraron cómo difícilmente y con
temor tocaba la pantalla, y unos segundos después aparecían por todo el mundo
los mensajes que de manera muy ágil supuestamente enviaba.
Lo inaudito del
caso.
En el muro de
facebook de un sacerdote aparece el siguiente comentario: “”Si el Romano
Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez, que la renuncia
sea libre y se manifieste formalmente, pero que no sea aceptada por nadie (dado
que no tiene superior en la tierra)” Canon 332,2 código del Derecho canónico,
único elemento válido para juzgar el tema”.
En México se
reacciona con temor y angustia: ¿habrá dos papas?, ¿es esto un cisma?, ¿seguirá
un papa negro y luego el fin de los tiempos? ¡Jesucristo no renunció!, ¡Juan
Pablo II murió en la raya sin renunciar a su mandato! Son las primeras
reacciones. En Alemania la situación es diferente: no obstante lo sorpresivo de
la renuncia, se habla de su derecho a la libre decisión, y se considera como un
acto de valentía el admitir que no se tienen las fuerzas suficientes para
continuar con tan difícil cargo. Se piensa ya en la elección del sucesor y se
manifiesta la esperanza de que el nuevo papa haga posibles las reformas de la
iglesia, y vuelva la mirada a las propuestas del Concilio Vaticano II, a pesar
de que los cardenales electores sean en su mayoría conservadores; que su
actitud frente a las necesarias reformas de la iglesia fue muy pasiva, por
ejemplo en lo referente al diálogo ecuménico; o que se desearía alguien tan
abierto como lo fue Juan XXIII, “nosotros los europeos ya estuvimos mucho
tiempo montados en el tren, para el desarrollo de la iglesia sería importante
ahora un papa de color, porque el futuro de la Iglesia está en Africa,
Sudamérica y Asia” (Lindauer Zeitung
12/02/2013).
Al parecer la
renuncia del pontífice se ajusta sólo en parte a lo establecido en el derecho
canónico, en cuanto al ejercicio de su libre albedrío; en cuanto a la no
aceptación, parece obvio que ya la curia lo aceptó desde antes de ser
anunciado. En todo caso, si el derecho canónico no se adecúa a las nuevas
situaciones, serán sus cánones los que deben ser cambiados, porque la realidad
ya es otra. La gran aportación que este papa intelectual y frío, conservador y
sin carisma, como se le ha llamado, ha hecho a la iglesia, es tan profunda tal
vez como lo fue el Vaticano II. Aparentemente fue un opositor a este concilio,
pero a partir de ahora, y gracias a su valiente renuncia, ningún cónclave
pensará en adelante en nombrar a un papa que ejerza su cargo hasta el día de su
muerte. El pontificado se ajustará en adelante a los requerimientos de la época,
pudiendo suceder que haya renuncias al cargo del pontífice en turno. Lo que
puede preverse como un pequeño resquicio por donde soplen, quizás, los vientos
de la democracia.
Este hecho conlleva
además un cambio profundo en la percepción que se inculca a los católicos con
respecto al pontífice: como “Santo Padre” que fue llamado al momento de su
elección, Benedicto XVI enseña que para morir en santidad necesita vivir
recluido en oración, y no ejerciendo las funciones del ministerio petrino, que
además de difíciles, son también muy polìticas. Es decir, que la santidad no es
un regalo si más, sino una actitud que se vive en la contemplación y el
recogimiento. No en vano el anterior renunciante Celestino V, 719 años antes,
fue alguien que buscó vivir en santidad y no pudo conjuntar este deseo con la
encomienda papal.
Finalmente, un
comentario a un escrito muy elogioso que circula en las redes con respecto a la
renuncia: Se inicia hablando del desconcierto y del dolor que deja en los
creyentes el hecho sorpresivo de la decisión de Benedicto XVI, y se elogia la “renuncia”
equiparándola con todas aquellas que debió haber hecho a lo largo de su vida: a
formar una familia, a tener una pareja, etc., para ello el alemán tiene una
palabra: “verzichten”. En el caso que nos ocupa se trata de la renuncia como un
paso atrás: zurücktreten. Así lo llamó él mismo y así se sigue hablando de ello
en los medios: como una renuncia, un paso atrás. Pareciera loable envolver la
decisión utilizando otros términos y haciendo referencias a una vida de
renuncia como se tratara de un mártir, y en realidad no es así. La iglesia no
necesita encauzarse en los modelos de martirio por los que se le ha querido
guiar por la cúpula mexicana.