En el más pragmático estilo de muchos en nuestro país, donde cualquier evento con posibilidades de aumentar el rating de los medios, se exalta hasta repetirlo un sinnúmero de ocasiones, esta quincena está destinada al silencio de otras notas que no sean las que producen los Juegos Panamericanos. Sin embargo vale la pena remar un poco contra la corriente. No porque vaya a convertirse en un huracán, sino por no perder la costumbre de pensar más allá de lo inmediato.
En este caso, retomo el hilo de una serie de reflexiones que publicaré al menos una vez al mes mientras llega el nombramiento del nuevo Arzobispo de Guadalajara. Hace 30 días mencionaba en este mismo espacio que, en el caso de la sucesión más allá del nombre lo que importa es el perfil del sucesor. Ahí mismo terminaba insistiendo en que “lo deseable es alguien moderado, coherente, amable, con visión de futuro. Y si no es mucho pedir, un poco tolerante y que reconozca que se encontrará con una sociedad pluralista a la que debe respetar”.
Como hace ya 43 meses que debía estar entre nosotros el sucesor, las reflexiones se acumulan. Y si bien es importante hablar del perfil, hay que pensar también en otros rasgos del sucesor de Sandoval Iñiguez.
El nuevo arzobispo tiene que enfrentarse al problema del lenguaje. No se trata de recomendarle lo que debe decir o no; sino de ubicar en qué lenguaje expresará los contenidos de la fe cristiana, si de la manera tradicional o en diálogo con la modernidad y su hija la posmodernidad.
El nuevo arzobispo tiene que enfrentarse al problema del lenguaje. No se trata de recomendarle lo que debe decir o no; sino de ubicar en qué lenguaje expresará los contenidos de la fe cristiana, si de la manera tradicional o en diálogo con la modernidad y su hija la posmodernidad.
Desde la revolución francesa irrumpe entre nosotros un lenguaje que rompe con la homogeneidad del lenguaje religioso de la edad media. Un poco antes, el humanismo dio un giro a la reflexión para pensar en el hombre como el centro. La religión –con un lenguaje construido con categorías útiles en su tiempo- no pudo dialogar con estos giros lingüísticos y se dedicó a señalar errores, perseguir, condenar y prohibir enseñar o publicar. El Concilio Vaticano II buscó una adecuación del lenguaje, trasladando el culto a las lenguas propias de cada país y dejando atrás el latín; pero al menos dos problemas no se resolvieron: el culto litúrgico no es todo, y todavía más complicado, la Iglesia no dejó de pensar en latín; es decir, continuó utilizando las categorías y estructuras anteriores, que le ayudaban a pensarse bajo la premisa del siglo III de San Cipriano: extra Ecclesiam nulla salus, fuera de la iglesia no hay salvación.
Leer artículo completo en Proyecto Diez:
El lenguaje del sucesor de Sandoval en el enlace.
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