martes, 12 de enero de 2010

Cuando los actores religiosos se unen...

Había decidido mantenerme al margen de la discusión de las iglesias en torno al debate que sobre los matrimonios homosexuales aparecen desde hace unos días. La razón de esta decisión es que se trata de un tema de derechos humanos que tiene que ver con la creación de condiciones de igualdad entre ciudadanos. No es de entrada un tema religioso. Sin embargo, el tema ha sido llevado al campo religioso y convertido en una especie de cruzada por la fe. Esto me lleva a tener que decir una palabra sobre el tema.


Lo primero que salta  a la vista es que el debate está planteado por las iglesias en la tónica del maniqueísmo que recuerda la época de las cruzadas. La declaración leída en la Catedral el domingo 10 de enero así lo sostiene: "Nosotros, Pastores del Pueblo de Dios, tampoco podemos obedecer primero a los hombres y sus leyes antes que a Dios, pues la ley suprema, y perenne es la de Dios; toda ley humana que se le contraponga será inmoral y perversa, pues al ir contra su voluntad termina por llevar a la sociedad a la degradación moral y a su ruina". La dicotomía se ubica entre dos tipos de leyes: la ley de Dios y la ley humana. Si bien esto es un asunto viejo, lo novedoso es que en este planteamiento, la ley de Dios aparece como una abstracción que prescinde de mediaciones humanas -lo que es totalmente falso según la idea de revelación cristiana-; e incluso se llega a plantear que desarrollar proyectos de vida diferentes a los que predica alguna confesión religiosa como queridos por Dios -cosa que habría que demostrar-  son inmorales y llevan a la ruina. Con estos planteamientos el debate se pone en el terreno de la ética debido a que aparece el asunto de la libertad y de la elección consciente.

La teología moral cristiana ayudó a solucionar estas cuestiones incluso antes de que aparecieran, al establecer como criterio que "sobre la conciencia, ni Dios". Es decir, el debate de la moralidad o inmoralidad de una ley que permite avanzar en la creación de condiciones similares para todos no es el punto central de las iglesias. Lo central es que se debate un asunto político que puede expresarse con la pregunta: ¿quién tiene el derecho de normar la vida, la política, la economía y las demás áreas de la vida? Por supuesto que la respuesta de las iglesias les es favorable porque pretenden que una moral de máximos sea el referente de una sociedad plural a la que no se animan a reconocer.

En este debate, todos los actores religiosos incluso distantes -evangélicos, católicos y ortodoxos- que no dan pasos para unirse en la tónica ecuménica y que sostienen un discurso de confrontación, hoy se acercan a partir de una falsa premisa: "A nosotros, venerables hermanos, también nos quieren prohibir hablar en nombre de Jesús, predicar su doctrina, cumplir con el mandato del Señor de anunciar la Buena Nueva (Mc 16, 14), defender el vínculo sagrado del matrimonio al que San Pablo comparó con el amor con que Cristo ama a su Iglesia (Ef 5,25), Y no, no podemos callar, pues podremos escapar de los tribunales de los enemigos de Cristo, pero no evadiremos el tribunal supremo de Dios, quien nos pediría cuenta de nuestra cobardía por avergonzarnos de su nombre y por no defender al rebaño del lobo que mata y dispersa a las ovejas (Jn 9,12)".

El reconocer la pluralidad no es impedimento para ejercer el ministerio de los pastores. Es importante reconocerles este derecho, pero esto no implica que las leyes en un país que es plural -incluso en términos cristianos- deban ser confesionales. Las iglesias no tienen el derecho de normar la moral pública ni de suplantar al Estado como estamos viendo hoy. El reto de las iglesias es formar a sus creyentes para que se comprometan con la fe que profesan, pero en este momento asistimos a una paradoja: dado que los ministros cristianos no pueden formar ni dirigir a sus fieles, pretenden -asumiendo que tienen una representatividad que no pueden demostrar- que el Estado les haga la tarea: obligar a todos a vivir una moral confesional. Este es un asunto que habrá que seguir discutiendo.

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