, y en abril el gobernador de Chihuahua han dado muestras de un gran oportunismo político, y de su escaso respeto -si es que lo tienen- por el Estado laico consagrado en la Constitución.
La fe es asunto de convicciones personales que permean -cuando se es un creyente practicante- la vida completa de las personas, pero que cuando se está en un cargo público, por lo menos en México, implica conducirse con respecto al marco constitucional. El funcionario público puede ser creyente, pero eso no le da derecho a convertirse en un predicador como lo han hecho la alcaldesa de Monterrey y el gobernador de Chihuahua.
Como creyentes pueden conducirse con sus convicciones de fe, y por supuesto que si estas convicciones son fuertes y conocen la doctrina política de su creencia, incluso podrán conducirse bajo su inspiración; sin embargo, eso no les da derecho a que a nombre de todos los ciudadanos a quienes gobiernan, dediquen, consagren o entreguen la ciudad o el estado a la divinidad en la que creen.
Los tiempos de la teocracia ya pasaron, pero parece que en México muchos desean que regresen, comenzando por algunos obispos, que consideran que el proyecto de su fe, pasa por convertirse en un proyecto político.
El eje del problema no es la fe de los políticos, sino que los políticos no recibieron el mandato de gobernar en función de su fe religiosa. Por otro lado, los políticos muestran con estas acciones que están rebasados, y que si no pueden con la delincuencia organizada o desorganizada, el problema en última instancia es de Dios, y no de ellos.
Los tiempos de la teocracia y el absolutismo no se han ido, están a la vuelta de la esquina; por eso, los ciudadanos y creyentes de a pie, habrían de estar atentos. Por un lado para que los políticos cumplan con lo que están obligados en función del mandato constitucional, no de su fe. Y por otro lado, para que en caso de ser creyentes, no pongan en entredicho el nombre del Dios en el que creen.
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