Saben los historiadores que
el Papa del tiempo de san Francisco, Inocencio III (1198-1216), llevó el papado
a un apogeo y esplendor como nunca lo había habido antes ni lo habrá después.
Hábil político, consiguió que todos los reyes, emperadores y señores feudales,
con algunas excepciones, fuesen sus vasallos. Bajo su regencia estaban los dos
poderes supremos: el Imperio y el Sacerdocio. Ser sucesor del pescador Pedro
era poco para él. Se declaró «representante de Cristo», pero no del Cristo
pobre, que andaba por los polvorientos caminos de Palestina, profeta peregrino,
anunciador de una radical utopía, la del Reino del amor incondicional al
prójimo y a Dios, de la justicia universal, de la fraternidad sin fronteras y
de la compasión sin límites. Su Cristo era el Pantocrator, el Señor del
Universo, cabeza de la Iglesia y del Cosmos.
Esta
visión favoreció la construcción de una Iglesia monárquica, poderosa y rica
pero absolutamente secularizada, contraria a todo lo que es evangélico. Tal
realidad sólo podía provocar una reacción contraria entre el pueblo. Surgieron
los movimientos pauperistas, de laicos ricos que se hacían pobres. Predicaban
por su cuenta el evangelio en la lengua popular: el evangelio de la pobreza
contra el fasto de las cortes, de la sencillez radical contra la sofisticación
de los palacios, la adoración al Cristo de Belén y de la Crucifixión contra la
exaltació
n de Cristo Rey todo poderoso. Eran los valdenses, los pobres de Lyon,
los seguidores de Francisco, de Domingo y de los siete Siervos de María de
Florencia, nobles que se hicieron mendicantes.
A
pesar de este fasto, Inocencio III fue sensible a Francisco y a los doce
compañeros que lo visitaron, desharrapados, en su palacio de Roma, para pedirle
permiso para vivir según el evangelio. Conmovido y con remordimientos, el Papa
les concedió un permiso oral. Corría el año 1209. Francisco no olvidaría este
gesto generoso.
Pero
la historia da sus vueltas. Lo que es verdadero e imperativo, llegado su
momento de maduración, se revela con una fuerza volcánica. Y se reveló en 1216
en Perugia adonde fue el Papa Inocencio III a uno de sus palacios.
Súbitamente
el Papa muere después de 18 años de pontificado triunfante. Pronto se oyen los
sonidos lúgubres del canto gregoriano provenientes de la catedral pontificia.
Se entona el grave planctum super Innocentium («el llanto sobre
Inocencio»).
Nada
detiene a la muerte, señora de todas las vanidades, de toda la pompa, de toda
gloria y de todo triunfo. El ataúd del Papa está frente al altar mayor cubierto
oropeles, joyas, oro, plata y los signos del doble poder sagrado y secular.
Cardenales, emperadores, príncipes, monjes y filas de fieles se suceden en la
vigilia. El obispo Jacques de Vitry, llegado de Namur y nombrado después
cardenal de Frascati, es quien lo cuenta.
Es
medianoche. Todos se retiran apesadumbrados. Solamente la luz vacilante de las
velas encendidas proyecta fantasmas en las paredes. El Papa, en otro tiempo siempre
rodeado de nobles, está ahora solo con las tinieblas. Y de pronto unos ladrones
entran sigilosamente en la catedral. En pocos minutos despojan el cadáver de
todas las ropas preciosas, del oro, la plata y las insignias papales.
Ahí
yace un cuerpo desnudo, ya casi en descomposición. Se hace realidad lo que
Inocencio III dejara registrado en un famoso texto suyo sobre «la miseria de la
condición humana». Ahora ella se muestra con toda la crudeza en su verdadera
condición.
Un
pobrecito, sucio y miserable, se había escondido en un rincón oscuro de la
catedral para velar, rezar y pasar la noche junto al Papa. Se quitó la túnica
rota y sucia, túnica de penitencia, y con ella cubrió las vergüenzas del
cadáver ultrajado.
Siniestro
destino de la riqueza, grandioso el gesto de la pobreza. La primera no lo salvó
del saqueo, la segunda lo salvó de la vergüenza.
Y
concluye el cardenal Jacques de Vitry: «Entré en la iglesia y me di cuenta, con
plena fe, de cuán breve es la gloria engañosa de este mundo».
Aquel
al que todos llamaban Poverello y Fratello nada dijo ni nada
pensó. Sólo hizo. Quedó desnudo para cubrir la desnudez del Papa que un día le
aprobara el modo de vida. Francisco de Asís, fuente inspiradora del Papa
Francisco de Roma.